Lc 4, 16-30
La clase magistral de explicación de la palabra de Dios que dio Jesús en la sinagoga de Nazaret, su tierra natal, tuvo por lo visto resultados dispares. Para un grupo que luego escribió el relato “eran palabras de gracia las que salían de sus labios y les dejaba encandilados. Pero otro sector de sus oyentes, quizás mayormente paisanos suyos, creyeron encontrar un motivo fuerte para dudar de la valía de Jesús ¿qué se podía esperar de un hijo de José el carpintero y de María, y de un pueblo como Nazaret? ¿puede salir de un pueblo así algo bueno? Así que apenas Jesús estaba proclamando que Él era el enviado para cumplir cuanto Isaías pronosticaba, sus detractores paisanos estaban por despeñarle echándole para abajo de un barranco. Allí debió aprender “con sangre” aquella frase que también Él nos ha acuñado: “no echéis lo santo a los perros ni las perlas a los cerdos porque se revolverán contra vosotros hasta despedazaros (Mt 7,6). Por propia experiencia, pensamos, Jesús tuvo que experimentar que la palabra de salvación requiere una tierra preparada y cuando no lo está por prejuicios, estrés o prisas o imposible atención -como tantas veces nos ocurre hoy -el resultado puede ser cuanto menos dudoso.
Son tiempos estos para clamar, como Juan en el desierto, que el gran mensaje de Amor del Padre se ha hecho presente en Jesus y que los que se toman el tiempo para escucharle de corazón viven con una esperanza que no es de este mundo y que invita a cantar a pleno pulmón.
Canto: “Cantemos a nuestro Dios”.
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