Lc 8,16-18
Cuando los creyentes, especialmente católicos, poníamos nuestra vida en manos de Dios a El nos aclamabamos como Padre de Misericordia y único juez a quien no podíamos esconder ni nuestros más íntimos recovecos de nuestro existir. La trasparencia del creyente era debida solo ante Dios y ni siquiera la Iglesia se podía considerar como juez del alma humana sino solo como administradora del perdón de Dios . Así es como por siglos la Iglesia ha ejercido el perdón de Dios traído por gracia de Cristo a los hombres y es digna de recuerdo la oración del penitente al inicio de cada misa y profesada ante toda la comunidad:”yo confieso, ante Dios y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión por mi culpa, ….y terminaba pidiendo a Dios el perdón y la intercesion de la Virgen , de los santos y de los hermanos de la Comunidad. Ahí cada creyente abre su corazón con plena libertad y manifiesta su ansia profunda de liberación de todo mal. Y es en ese acto penitencial y con más exactitud en el sacramento de la Penitencia donde se recibe el abrazo del perdón como una fiesta de acción de Gracias. Es allí donde damos a Dios lo que es de Dios, nuestra mayor intimidad querida y bendecida por Dios en el acto liberador por excelencia de todo mal: la confesión . Allí realizamos el mayor gesto de libertad de que es capaz un ser humano entregando su alma con luces y sombras a Aquel que la puede remediar.
Hasta aquí recordamos nuestra praxis de exigencia de radical trasparencia ante Dios nuestro creador. Pero no hay que olvidar que vivimos en la ciudad del Cesar ante quien tenemos que responder los hombres por nuestros actos sociales y hasta pensamientos o deseos con repercusión social. De esta trasparencia obligada por super-control social y policial cada vez más agobiante se habrá de hablar porque somos súbditos de la justicia divina pero también de la humana. Buscaremos la oportunidad.
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